Ser joven es cometer tus primeros errores. Es enamorarte perdidamente pero sobre todo irracionalmente. Pensar que estarás ahí toda tu vida o saber que no es así pero sin importar eso, darás todo en el momento. Porque ser joven es como caminar con una venda en los ojos creyendo que no te pasará nada.
Pero la juventud es una etapa de la vida. Una en la que te desarrollas. En la que todos los errores que comentes con los ojos cerrados no pueden herirte. Porque tu cuerpo aún se está desarrollando y es tan joven y flexible que no se rompe.
La juventud se va poco a poco y de manera silenciosa para que no te des cuenta. Para que cuando voltees y mires hacia atrás, te des cuenta de que la has perdido o que ya solo te quedan minúsculas partículas de ella.
Recuerdo cuando cumplí 18 años. No recuerdo exactamente lo que hice el día de mi cumpleaños. Pero recuerdo ese sentimiento de tristeza, de nostalgia y a la vez de resignación que me invadía. No quería cumplir 18, porque no quería ser mayor de edad. Cumplir 18 no significaba para mí algo emocionante. No me interesaba tanto la parte de poder votar o poder entrar a un antro. Más bien pensaba en lo que estaba perdiendo. En que perdía poco a poco mi inocencia. En que poco a poco me alejaba más de mi lado infantil el cual valoro con mi alma. Pensaba en que la vida se volvia más seria. En que mis papás me veían más como un adulto que no podía cometer errores.
Estoy a 3 días de cumplir 21 años y me siento igual que cuando cumplí 18. La diferencia es que tengo más claro que ser adulto y crecer no significa dejar de equivocarme ni mucho menos ser perfecto o perder el lado infantil e inocente de uno mismo.
Ahora pienso que la inocencia, la genuinidad, la autenticidad, honestidad, sinceridad, curiosidad y pasión con la que se experimenta la vida no tiene que morir cuando creces. Hoy siento que sigo siendo la misma niña curiosa que busca conocer el mundo y la gran variedad de cosas que existen en él y siempre con la misma emoción. Sigo teniendo esa característica de ser genuina ante lo que se me presenta. De admitir que me encanta bajar al jardín, buscar ranas, admirar como croan y emocionarme al ver nadar a un renacuajo.
Creo que la razón por la cual siento tanta nostalgia de cumplir 21 es porque no puedo evadir que estoy perdiendo una parte de mi. Aunque puedo ser curiosa y asombrarme cada vez que veo algo nuevo. La vida te da lecciones que te cambian, que te lastiman, que te hacen perder la ignorancia con la que naces y que poco a poco te transforman en alguien que lleva cicatrices de un amor perdido, de un familiar fallecido o de la traición de un amigo.
He aprendido que realmente el tiempo no es lo que te hace crecer. Cuando somos pequeños el tiempo o los años que tienes de vida determinan si sabes gatear, caminar, correr o andar en bici. Determinan tu estatura, los dientes que tienes, si puedes hablar, tu vocabulario y tus habilidades para leer y escribir.
Pero he llegado a una edad en la que las lecciones y los aprendizajes no solo tienen que ver con aprenderse las delegaciones y la división geopolítica del mundo. No tiene que ver con las tablas de multiplicar, con la cantidad de palabras que puedes leer en un minuto o tu comprensión de la lectura. De pronto las lecciones son distintas y tienen que ver con aprender a frecuentar a tus amistades. Con volarse a uno mismo. Con entender de dónde vienes, tus raíces y tu árbol genealógico. Con aprender a respetar a los demás y su forma de pensar. Con empezar a entender los dichos que nos dicen nuestros abuelos.
Lo cierto es que con cada paso que damos, con cada palabra que pronunciamos, con cada persona que conocemos, con cada país que visitamos, con cada libro que leemos, con cada discusión que tenemos y con cada error que cometemos estamos aprendiendo, creciendo. Nos hace abrir los ojos y ver el mundo como es. Nos damos cuenta que las cosas no son malas ni buenas como nos enseñan de pequeños, sino, positivo y negativo o oscuro y luminoso.
Es así como nos vamos despidiendo de la inocencia con la que llegamos al mundo. Cuando crecemos hay que saber despedirnos de ese niño que reinaba en nuestro corazón. Yo me despido de esa niña que escogía los fruit loops de colores y los observaba detenidamente antes de meterlos a su boca. Me despido de la niña que cantaba todo lo que hacía. Sin miedo a salir lastimado, a ser juzgado por los demás, a que le rompan el corazón o que traicionen su confianza. A pesar de conocer el lado oscuro de las cosas, no pierdo mis ganas de vivir. Sé que aún hay hoyos en el camino por los que probablemente caiga. Pero no intentaré evitarlo porque sé que son esos hoyos en los que aprenderé una lección que me hará crecer.
Le he dado una vuelta más al sol, un año en el que me caí, en el que tome antidepresivos, en el que tuve las discusiones más fuertes con mi familia. En el que sufrí un primer ataque de pánico. En el que comencé a ser dependiente de mi pareja. En el que termine con esa relación para hacerme más fuerte y aprender a ser mi propio pilar. Un año en el que experimente cosas que me han hecho ser más consciente.
Las lágrimas que salen de mis ojos están llenas de momentos que hoy se vuelven recuerdos y lecciones del pasado. Mientras las siento recorrer mis mejillas, me despido de ellas pero sobre todo las agradezco porque sé que serán mis bases para darle una o más vueltas al sol.